Una de las prioridades de este proyecto fue conservar la esencia del lugar, respetando su flora nativa y la topografía natural del terreno.
Cada especie nativa fue elegida para mantener viva la identidad del paisaje, garantizando que el entorno se sintiera auténtico y en armonía. La palmera butiá se convirtió en el alma del jardín, uniendo cada rincón con su presencia imponente y serena. Un recorrido orgánico atraviesa el terreno, guiando la mirada hacia el lago y regalando momentos de conexión con la naturaleza.
La curva suaviza las líneas rectas de la arquitectura y crea una transición fluida entre la casa y el paisaje. Ello aporta unidad y coherencia.
La clave para dar vida a este proyecto fue trabajar junto al vivero El Chajá. Ello demostró que la colaboración y el respeto por el entorno pueden generar resultados únicos. Cada planta y detalle fueron pensados para resaltar la belleza natural del sitio, sin imponerse al mismo. Solo acompañándolo.